Jesús colgó de una cruz romana, completamente despojado de poder. El dolor de la burla enciende este contraste amargo entre el poder que Jesús se atribuía y su evidente debilidad actual. Una vez más, los que se burlaban de él disfrutaban de esa ironía: Jesús alegaba tener muchísimo poder y, en este momento, todos eran testigos de su debilidad absoluta.
A la luz de las afirmaciones de Jesús, le dicen “Sálvate a ti mismo”, lo cual por supuesto lo declaran de manera irónica, ya que están convencidos de que Él es totalmente incapaz de ayudarse a sí mismo. Las pretensiones de Jesús se ven como ridículas o escandalosas y se merecen la burla.
Después de la cruz, en la cual Jesús pagó por nuestros pecados mediante su sacrificio, Jesús mismo se convierte en el gran lugar de encuentro entre el Dios santo y su pueblo pecaminoso.
No obstante, los apóstoles sabían, los lectores de los Evangelios saben y Dios sabe que la demostración del poder de Jesús se perfecciona precisamente en la debilidad de la cruz. Si leemos el Evangelio de Juan —particularmente Juan 2— sabemos lo que Jesús realmente dijo: “Destruid este templo y lo levantaré de nuevo en tres días” (2:19). Según Juan, los enemigos de Jesús no tenían la menor idea de lo que Él había querido decir. De hecho, los propios discípulos de Jesús no le entendieron en ese momento, pero según Juan, después de la resurrección de Jesús los discípulos recordaron sus palabras. Creyeron en las Escrituras y en las palabras que Jesús había pronunciado. Entendieron que Él se refería a su propio cuerpo (vv. 20-22).
El asunto es que bajo los términos del antiguo pacto, el templo era el gran lugar de reunión entre un Dios santo y su pueblo pecaminoso. Era el lugar de los sacrificios, de la expiación por el pecado. Sin embargo, después de la cruz, en la cual Jesús pagó por nuestros pecados mediante su sacrificio, Jesús mismo se convierte en el gran lugar de encuentro entre el Dios santo y su pueblo pecaminoso; se constituye en el templo, el punto de reunión entre Dios y su pueblo. No es que Jesús en su encarnación sirva como el templo de Dios. Eso es un gran error. Jesús dijo: “Destruid este templo, y lo levantaré de nuevo en tres días”. Es únicamente mediante la muerte de Jesús —su destrucción— y su resurrección tres días después, que Él satisface nuestra necesidad y nos reconcilia con Dios, convirtiéndose en el templo, el lugar supremo de encuentro entre Dios y los pecadores. Si usamos el lenguaje paulino, no sólo predicamos a Cristo, sino a éste crucificado.
He aquí la gloria, la paradoja, la ironía: una vez más, aquí encontramos dos niveles de ironía.
La única manera de salvarse a sí mismo y salvar a su pueblo es quedarse colgado en esa atroz cruz, totalmente despojado de poder.
Los que se burlan de Él se creen graciosos e ingeniosos al mofarse de las pretensiones de Jesús y reírse de su total debilidad después de haber alegado que podría destruir y reconstruir el templo en tres días. Pero los apóstoles sabían, y los lectores saben y Dios sabe que hay una ironía más profunda: precisamente al quedarse en la cruz con esa desgraciada limitación, Jesús se constituye a sí mismo como templo y resucita con la plenitud de su poder. La única manera de salvarse a sí mismo y salvar a su pueblo es quedarse colgado en esa atroz cruz, totalmente despojado de poder. Las palabras que usan los observadores para insultarlo y humillarlo, en realidad, describen el proceso que está acercando la salvación del Señor.
El hombre despojado de poder es el Todopoderoso.
Extracto del libro Escándalo. La cruz y la resurrección de Jesús de Donald A. Carson y publicado por Andamio.
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